Literatura latinoamericana

Concepto

El término Latinoamérica se emplea con una doble acepción: la idea de reflejar una identidad supranacional en la que se reconocen todos los países del nuevo continente que otrora formaran parte de España y Portugal, y por otra, reconocer en su identidad, además de la obvia base indígena y peninsular, la influencia de la cultura y los pensadores franceses, sobre todo de la Ilustración, en la gestación de las distintas independencias.

El problema del nombre reside también en la segunda parte del mismo «América». Aunque denominada así la nueva tierra en 1507 por el cartógrafo M. Waldseemüller, no se empleó sistemáticamente hasta el momento de la independencia de las colonias para designar una realidad que hasta ese momento había sido «Las Indias», «La Nueva España», «Las Indias Occidentales», etc. Es el momento de toma de conciencia y de adopción de un nombre propio, «americanos», pero muy distintos de los americanos del norte. Corresponde a este momento la conocidísima cita de José Martí, quien dijo que no habría literatura hispanoamericana hasta que hubiera Hispanoamérica. Con la definición de esta tomaría forma la realidad de una esencia propia, que se empezaba a definir cuando ya había comenzado el proceso de las independencias de distintas naciones americanas de la metrópoli.

Ampliando el contenido de aquel término, se considera que es a partir de la aparición de Ariel de José Enrique Rodó cuando se populariza el término Latinoamérica, que marcaba además de las ascendencias citadas una distancia mayor de las antiguas colonias con respecto a la Península, evidenciándose un origen más antiguo y universal. Queda así el término latinoamericano, en el que se reconocen con más naturalidad, en el que se sienten mejor reflejados, todos los pueblos al sur de Río Bravo (o Río Grande).

 

Análisis

A partir de esta profunda ruptura histórica e ideológica, en toda la narrativa latinoamericana se incorpora un elemento nuevo: se comienzan a crear personajes. Pero, según Rodríguez y Salvador, personajes en el sentido de símbolos vivos y reconocibles. La vorágine (1925) de José Eustasio Rivera comienza como novela melodramática en la que la selva se va convirtiendo en personaje, no como espacio de refugio de valores espirituales, sino como el espacio máximo de la avidez del hombre y de la explotación a todos los niveles; algo similar a Cacao (1933) de Jorge Amado, donde se relata la explotación de los hombres y de la tierra, incluso del mercado local, en la producción del cacao. En Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, el personaje de la naturaleza como antiguo espacio para las grandes hazañas, ahora violenta y violada, es la madre de aquella que será el símbolo de la naturaleza aún virgen, que se unirá a la ciencia y a la cultura representada por Santos Luzardo.

Otro elemento que se convertirá en personaje será el indio, pero no como individuo, sino como masa mirada aún por unos ojos criollos que no entienden su resignación y aparente pasividad ante los constantes atropellos a que son sometidos, como en Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas. En la persecución de la identidad, las raíces indígenas son buscadas también como un elemento capaz de resistirse al imperialismo, pero para ello, según Jorge Icaza en su Huasipungo (1934), los indios han de ser politizados porque, si no, se moverán únicamente ante impulsos primitivos, y deberán organizarse para la lucha. Ciro Alegría, en El mundo es ancho y ajeno (1941), practica una relación de la destrucción de los indios peruanos: el indigenismo es visto como un elemento constante en las nuevas relaciones sociales que van surgiendo en la constitución de las distintas naciones. Y parece que comienza a comprenderse mejor en Balán Canán (1957) de Rosario Castellanos, donde se muestra quizá con una comprensión mayor el mundo de las creencias indígenas en su relación con la naturaleza.

Por otro lado, aquella naturaleza comienza a verse en la distancia como algo que es preciso explicar, porque ya no es un elemento cercano al lector. Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes describe el símbolo del gaucho que va a extinguirse, el que había sido el símbolo de la reivindicación de las aspiraciones criollas, el pueblo del campo frente a las cada vez más poderosas ciudades.

En la poesía se abren dos frentes aparentemente muy distanciados, dos vanguardias, según José Emilio Pacheco: una dedicada a la experimentación con el lenguaje, el lenguaje poético que rechazaría el contenido social, y otra comprometida. César Vallejo con Trilce (1922) defiende la libertad absoluta de la escritura: «cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica...». Vicente Huidobro (1893-1948), fundador del creacionismo, defendía dejar el tema básico de la naturaleza y crear «mundos autónomos». Estos poetas conviven con los ismos europeos, con las teorías surrealistas, pero también con las tecnologías que integran en su poesía, no solo apropiándose de parte de su lenguaje, sino también de algunos métodos (Poemas giratorios, 1925). La presencia poderosa de la ciudad que ya anunciáramos es el espacio de Borges (1899-1986). La otra tendencia de contenido social y denuncia tendrá su máximo representante en Pablo Neruda con su Canto general (1950), o en la sencillez de Gabriela Mistral (1889- 1957) y su depurado lenguaje llano en su lucha por tratar de encontrar una identidad propia que la libere, junto al pueblo americano, del ultraje de sentirse de ningún lado.

En esta cronología propuesta por Rodríguez y Salvador, Cuba aparece como un «espacio aparte», porque su historia tiene un par de elementos que la hacen rotundamente distinta del resto de Latinoamérica. Quizá lo más importante es el hecho bien sabido de que no quedó población indígena alguna, ni vestigios de su cultura, a los que aferrarse para reivindicar una herencia identitaria. El segundo hecho, su tardía emancipación de la Península. Estos elementos hicieron que los intelectuales cubanos no sintieran un momento de clara ruptura y de creación de una literatura nacional propia, sino que entienden por literatura cubana toda la escrita en la isla desde la conquista. Los elementos identitarios de la literatura cubana estarían en el reconocimiento de toda la influencia colonial en el desarrollo de la isla, así como en el reconocimiento del peso de la herencia africana (con su no integración) en la ideología nacionalista producida por una burguesía criolla que nunca había querido reconocer la trascendencia de tal influencia. Nicolás Guillén (1902-1989) es el primer poeta consciente del peso de la sangre negra en su poesía. Alejo Carpentier (1904- 1980) se enfrenta con el problema de la no integración social de la amplia comunidad negra, que pone de manifiesto las profundas contradicciones en la consolidación de un nacionalismo cubano. Siempre se destaca la gran influencia que tuvo la visita de Federico García Lorca a Cuba, porque Guillén sintió legitimada su propuesta en la obra del autor del Romancero gitano. Frente a estos autores, los vinculados a la revista Orígenes conciben la literatura aún bajo la ideología colonial como una unidad sin grandes rupturas, suspendida en el tiempo. Se habla de un barroco americano que surgiría a partir de Lezama Lima (1910-1976), un neobarroco que en realidad trata de expresar lo propio de la literatura cubana como algo atemporal que surge del encuentro de la cultura grecolatina con la naturaleza caribeña. Paradiso de Lezama Lima será, pues, una obra radicalmente distinta de las novelas latinoamericanas de sus coetáneos del boom latinoamericano.

Este será un momento fundamental para la literatura hasta ahora poco conocida a nivel mundial. Con el llamado boom se da un doble movimiento: por un lado, se descubren autores y literaturas nacionales hasta el momento apenas valorados, y por otro, esos autores se universalizan, su obras adquieren relevancia internacional y las voces de Latinoamérica se leen en todo el mundo. Borges, Asturias, García Márquez, Guimaraes Rosa, Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes, entre otros, generan una literatura profundamente original, son autores que conocen en profundidad toda la literatura occidental (ibérica y sajona) a la vez que reconocen la tradición indígena. La narrativa hispanoamericana empieza a reflejar la fuerte influencia de la europea y de todos los cambios que en esta se estaban produciendo. Imbert diría que «la novela francesa era una brújula borracha (...) señalando a todos los puntos en un horizonte circular». Pero también comienza a tener mucho peso la escritura británica y, sobre todo, la norteamericana: Joyce, Whitman, Faulkner... Y los autores latinoamericanos son capaces de ofrecer obras asombrosamente novedosas. Latinoamérica, que de alguna manera había sido descubierta al mundo literario como un todo bajo el que se fundían las distintas nacionalidades, a partir de este momento es analizada paulatinamente como dividida en esas distintas nacionalidades: literatura colombiana, venezolana, argentina, chilena, mexicana... Aunque, por supuesto, siguiera latiendo la idea de una nueva unificación latinoamericana, la «América nuestra» de Bolívar y Martí, por debajo de cada peculiaridad cultural y literaria.

 

Implicaciones

La toma de conciencia del otro y el respeto a su singularidad, así como la necesidad de construir el propio yo, encuentran en la literatura un espacio de singular trascendencia. Conocer una literatura que es en realidad una suma de muchísimas tradiciones distintas fundidas con la cultura occidental coloca al alumno necesariamente en una posición de extrañamiento, que le conduce a cuestionarse valores y situaciones asumidas como inalterables, y planteamientos filosófico-literarios surgidos desde lo nuevo.

 

Referencias

Anderson Imbert, E. (1982), Historia de la literatura hispanoamericana, México: Fondode Cultura Económica, ed. 1954.

Barrera, T. (coord.) (2008), Historia de la Literatura Hispanoamericana, Madrid: Cátedra.

Campos F.-Fígares, M. (2002), El caballo y el jaguar, Granada: Comares.

Campos F.-Fígares, M. (2004), Cronistas de Indias, Antología didáctica, Granada: Universidadde Granada.Martí, J., 1891;

Campos F.-Fígares, M. (2009), «Entre lectura y literatura», en Martos, E. y Rösing T. (coords.) (2009), Prácticas de lectura y escritura, pp. 29-42, Passo Fundo: Servicio de Publicaciones de la Universidade de Passo Fundo.

Rodríguez, J. C. y Salvador, Á. (1987), Introducción al estudio de la literatura iberoamericana,Madrid: Akal.

Shaw, D. L. (2005), Nueva narrativa Hispanoamericana, Madrid: Cátedra, 5.ª ed. 

Fecha de ultima modificación: 2014-02-05